Pienso en el deseo como una potencia: un flujo, un movimiento que me impulsa a experimentar, a combinar, a construir. Lo entiendo como una fuerza que produce, que organiza cuerpos, formas y colores en un agenciamiento vivo. En ese proceso, la pintura se vuelve medio y fin; una forma de estar, de habitar paisajes que no existen, pero que se hacen visibles a través del color. 

Trabajo por series, moviéndome entre la abstracción y la figuración, en un espacio intermedio que actúa como bisagra entre ambos mundos. Me interesa generar tensión entre lo orgánico y lo geométrico, entre lo reconocible y lo incierto, como si cada imagen buscara su propio equilibrio desde lo inestable.

La estructura de las obras se construye con planos plenos de color, sin degradés ni fundidos. Elijo una limpieza formal que intensifica la experiencia cromática: tonos saturados dialogan con tonos neutros, generando armonías, contrastes y momentos de reposo visual. El color tiene un rol estructural; define, sostiene y expande el espacio pictórico.

En mi práctica, el deseo se manifiesta como un proceso de composición constante, donde el cuerpo –como potencia– encuentra combinaciones que convienen, imágenes que se afirman en su devenir. Entonces, pintar es una forma de pensar con el cuerpo, de dejarse llevar por ese impulso que a veces roza lo absurdo, y otras veces se afirma con claridad.